SOLEMNITAT
DEL COS I DE LA SANG DE CRIST
CORPUS CHRISTI
Del llibre del Deuteronomi : "Recorda't del
Senyor, el
teu Déu,
que et
va fer
sortir de
la terra
d'Egipte, un
lloc d'esclavatge;
que t'ha
fet passar
per aquest
desert immens
i terrible,
infestat de
serps verinoses
i d'escorpins,
una terra
eixuta, sense
aigua, on
per a
tu va
fer saltar
un doll
d'aigua de
la roca
dura, i
t'hi alimentava
amb el
mannà, que
els teus
pares no
coneixien».
De la primera carta de sant Pau als cristians de Corint: "Germans,
el calze
de la
benedicció que
nosaltres beneïm,
no és,
potser, comunió
amb la
sang de
Crist? El
pa que
nosaltres partim,
no és,
potser, comunió
amb el
cos de
Crist? El
pa és
un de
sol. Per
això tots
nosaltres, ni
que siguem
molts, formem
un sol
cos, ja
que tots
participem del
mateix pa."
DE L'EVANGELI SEGONS SANT JOAN
"En
aquell temps
Jesús digué
als jueus:
«Jo sóc
el pa
viu, baixat
del cel.
Qui menja
aquest pa,
viurà per
sempre. Més
encara: El
pa que
jo donaré
és la
meva carn,
perquè doni
vida al
món"
PAN PARA LA PAZ Y LA UNIDAD
● Como un pan eres bueno tú, Jesús,
humilde y comestible como el pan,
sabroso y necesario como el pan,
altruista y entregado como el pan.
● Eres pan de paz, hasta vencer la
discordia,
eres pan de amor, hasta romperte todo,
eres pan de vida, hasta gastarte
entero.
● Llevaremos tu pan a donde hay
luchas:
comed, soldados, y dejad las armas;
llevaremos tu pan a donde hay muerte:
comed, hambrientos, y vivid gozosos;
llevaremos tu pan a donde hay heridas,
abusos, odios, injusticias, frío,
divisiones:
comed, hermanos, acercaos mucho,
cantad unidos himnos amistosos y
fraternos.
● Que los humanos se regalen ramos de olivo y flores,
y que en coro canten;
pués un pan se ofrece para unir a
todos
en comunión, para que seamos uno.
● Comed, es pan de vida;
el que lo come sabrá morir, para que
el otro viva,
y se vaciará a sí mismo,
para que el otro enteramente quepa y lo
penetre,
los dos como uno en comunión dichosa,
que irá creciendo, unos con otros,
unidos,
y tú en todos, Cristo, por siempre.
Caritas Diocesana
Campanya Corpus 2014:
"Mai saps quan la vida et deixarà de somriure"
EL PA DE VIDA
Senyor, vós sou el Pa de Vida,
aliment de la vida eterna que heu sembrat en mi.
M'enriquiu amb la vostra presència i em feu participar del que sou,
perquè cada dia sigui més semblant a vós.
En l'eucaristia ens uniu a vós,
per fer-nos créixer com a fills i filles vostres.
Pa i Vi compartits en un àpat familiar
en el qual tota la humanitat hi té un
lloc.
Ajudeu-me a viure la comunió amb vós
perquè aprengui a viure la comunió amb els altres
tal i com ho feu Jesucrist
amb un predilecció especial pels més febles.
Cáritas constata que la pobreza
cada vez es más extensa,
intensa, crónica y profunda
Homilía íntegra del Papa Francisco
en la solemnidad del Corpus Christi 2014
Las dos mesas - Homilía del Papa Francisco en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre
de Cristo, ante la basílica de San Juan de Letrán (19-6-2014)
«El Señor, tu Dios, [...] te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).
Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, al que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y al que guió durante cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida. Una vez asentado en su tierra, el pueblo elegido alcanza cierta autonomía, cierto bienestar, y corre el peligro de olvidar sus tristes avatares pasados, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Entonces las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino recorrido en el desierto, durante el tiempo de la carestía y del desconsuelo. Es una invitación a volver a lo esencial, a la experiencia de dependencia total de Dios, cuando la supervivencia estaba encomendada a su mano, para que el hombre comprendiera que «no solo de pan vive [...], sino [...] de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí otra hambre: un hambre que no puede saciarse con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná –al igual que toda la experiencia del Éxodo– también contenía en sí misma esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esa hambre profunda que existe en el hombre. Jesús nos da ese alimento, es más: es él mismo el pan vivo que da vida al mundo (cf. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el que saciar nuestros cuerpos, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, ya que la sustancia de este amor es el Amor.
En la eucaristía se comunica el amor del Señor para con nosotros: un amor tan grande que nos alimenta consigo mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar sus fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre aquello que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hay muchas ofertas de alimento que no proceden del Señor y que, aparentemente, satisfacen más. Algunos se alimentan del dinero, otros del éxito y de la vanidad, otros del poder y del orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solo el que nos da el Señor! El alimento que el Señor nos ofrece es distinto de los demás, y tal vez no nos parezca tan sabroso como ciertas viandas que el mundo nos ofrece. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en aquellos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.
Hoy, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos sabrosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma?
El Padre nos dice: «Te alimenté de maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es nuestra tarea: recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe por ser fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús, realmente presente en la eucaristía. La hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos da a sí mismo. A él nos dirigimos con confianza: «Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundanal que nos esclaviza, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, para que no permanezca prisionera en una selectividad egoísta y mundana y para que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se convierte en “memorial” de tu gesto de amor redentor. Amén».
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán --- Jueves
23 de junio de 2011
Queridos
hermanos y hermanas:
La
fiesta
del
Corpus
Christi
es
inseparable
del
Jueves
Santo,
de
la
misa
in
Caena
Domini,
en
la
que
se
celebra
solemnemente
la
institución
de
la
Eucaristía.
Mientras
que
en
la
noche
del
Jueves
Santo
se
revive
el
misterio
de
Cristo
que
se
entrega
a
nosotros
en
el
pan
partido
y
en
el
vino
derramado,
hoy,
en
la
celebración
del
Corpus
Christi,
este
mismo
misterio
se
presenta
para
la
adoración
y
la
meditación
del
pueblo
de
Dios,
y
el
Santísimo
Sacramento
se
lleva
en
procesión
por
las
calles
de
la
ciudad
y
de
los
pueblos,
para
manifestar
que
Cristo
resucitado
camina
en
medio
de
nosotros
y
nos
guía
hacia
el
reino
de
los
cielos.
Lo
que
Jesús
nos
dio
en
la
intimidad
del
Cenáculo,
hoy
lo
manifestamos
abiertamente,
porque
el
amor
de
Cristo
no
es
sólo
para
algunos,
sino
que
está
destinado
a
todos.
En
la
misa
in
Caena
Domini
del
pasado
Jueves
Santo
puse
de
relieve
que
en
la
Eucaristía
tiene
lugar
la
conversión
de
los
dones
de
esta
tierra
—el
pan
y
el
vino—,
con
el
fin
de
transformar
nuestra
vida
e
inaugurar
de
esta
forma
la
transformación
del
mundo.
Esta
tarde
quiero
retomar
esta
consideración.
Todo
parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última
Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y,
obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la
muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del
altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» —«acción de
gracias»— expresa precisamente esto: que la conversión de la
sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es
fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un
Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de
entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es
alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su
«oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el
dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica,
humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su
Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el
corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a
Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia
las cosas, las personas y el mundo.
Esta
transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la
división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que
usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la
dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es
bella y muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida
al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto,
entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de
esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través
de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la
santa Eucaristía. Lo escuchamos hace un momento, en la segunda
lectura, de las palabras del apóstol san Pablo dirigidas a los
cristianos de Corinto: «El cáliz de la bendición que bendecimos,
¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no
es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros,
siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo
pan» (1 Co 10, 16-17).
San
Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión
eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que
tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me
comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino
tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18). Por eso, mientras
que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y
contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un
Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos
asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo,
miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es
decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión
eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este
encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la
Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión
trinitaria. De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo,
nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los
otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La
comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con
la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a
los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la
Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia
social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos
sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien
reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que
sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo,
enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se
compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen
necesidad. Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra
responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una
sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro
tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más
dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que
esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor
verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al
individualismo, a los atropellos de todos contra todos. El Evangelio
desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que
no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos,
sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los
otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo
de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del
Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino
de la verdadera justicia.
Volvamos
ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese
momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros;
esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo
que sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del
Calvario. Él acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y
su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta
forma la transforma en un acto de donación. Esta es la
transformación que necesita el mundo, porque lo redime desde dentro,
lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere
realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que
siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay nada de
mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a
través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere
para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza
apacible de Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la
humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de
transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento.
Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente
presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos
a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces,
por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica
de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se
siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la
paz, que son el fin al que tendemos, según el designio de Dios.
Caminamos
por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas,
llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen
María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos
simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de
Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la
violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los
hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la
justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria
verdadera. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra
querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros
está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 21).
¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene
nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche.
«Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros:
aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la
tierra de los vivos». Amén.
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