dissabte, 21 de juny del 2014

CORPUS CHRISTI

SOLEMNITAT DEL COS I DE LA SANG DE CRIST 
CORPUS CHRISTI 




Del llibre del Deuteronomi : "Recorda't del Senyor, el teu Déu, que et va fer sortir de la terra d'Egipte, un lloc d'esclavatge; que t'ha fet passar per aquest desert immens i terrible, infestat de serps verinoses i d'escorpins, una terra eixuta, sense aigua, on per a tu va fer saltar un doll d'aigua de la roca dura, i t'hi alimentava amb el mannà, que els teus pares no coneixien».


 
De la primera carta de sant Pau als cristians de Corint: "Germans, el calze de la benedicció que nosaltres beneïm, no és, potser, comunió amb la sang de Crist? El pa que nosaltres partim, no és, potser, comunió amb el cos de Crist? El pa és un de sol. Per això tots nosaltres, ni que siguem molts, formem un sol cos, ja que tots participem del mateix pa."





DE L'EVANGELI SEGONS SANT JOAN
"En aquell temps Jesús digué als jueus: «Jo sóc el pa viu, baixat del cel. Qui menja aquest pa, viurà per sempre. Més encara: El pa que jo donaré és la meva carn, perquè doni vida al món"








PAN PARA LA PAZ Y LA UNIDAD

● Como un pan eres bueno tú, Jesús,
humilde y comestible como el pan,
sabroso y necesario como el pan,
altruista y entregado como el pan.
● Eres pan de paz, hasta vencer la discordia,
eres pan de amor, hasta romperte todo,
eres pan de vida, hasta gastarte entero.
● Llevaremos tu pan a donde hay luchas:
comed, soldados, y dejad las armas;
llevaremos tu pan a donde hay muerte:
comed, hambrientos, y vivid gozosos;
llevaremos tu pan a donde hay heridas,
abusos, odios, injusticias, frío, divisiones:
comed, hermanos, acercaos mucho,
cantad unidos himnos amistosos y fraternos.
● Que los humanos se regalen ramos de olivo y flores, 
y que en coro canten;
pués un pan se ofrece para unir a todos
en comunión, para que seamos uno.
● Comed, es pan de vida;
el que lo come sabrá morir, para que el otro viva,
y se vaciará a sí mismo,
para que el otro enteramente quepa y lo penetre,
los dos como uno en comunión dichosa,
que irá creciendo, unos con otros, unidos,
y tú en todos, Cristo, por siempre.





Caritas Diocesana
Campanya Corpus 2014: 
"Mai saps quan la vida et deixarà de somriure"





                               EL PA DE VIDA

Senyor, vós sou el Pa de Vida,
            aliment de la vida eterna que heu sembrat en mi.
M'enriquiu amb la vostra presència i em feu participar del que sou,
              perquè cada dia sigui més semblant a vós.
En l'eucaristia ens uniu a vós,
              per fer-nos créixer com a fills i filles vostres.
Pa i Vi compartits en un àpat familiar
                 en el qual tota la humanitat hi té un lloc.
Ajudeu-me a viure la comunió amb vós
        perquè aprengui a viure la comunió amb els altres
        tal i com ho feu Jesucrist
        amb un predilecció especial pels més febles.



Cáritas constata que la pobreza 
cada vez es más extensa, 
intensa, crónica y profunda



Homilía íntegra del Papa Francisco 
           en la solemnidad del Corpus Christi 2014
Las dos mesas - Homilía del Papa Francisco en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre
                                   de Cristo, ante la basílica de San Juan de Letrán (19-6-2014)
«El Señor, tu Dios, [...] te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).
Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, al que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y al que guió durante cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida. Una vez asentado en su tierra, el pueblo elegido alcanza cierta autonomía, cierto bienestar, y corre el peligro de olvidar  sus tristes avatares pasados, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Entonces las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino recorrido en el desierto, durante el tiempo de la carestía y del desconsuelo. Es una invitación a volver a lo esencial, a la experiencia de dependencia total de Dios, cuando la supervivencia estaba encomendada a su mano, para que el hombre comprendiera que «no solo de pan vive [...], sino [...] de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí otra hambre: un hambre que no puede saciarse con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná –al igual que toda la experiencia del Éxodo– también contenía en sí misma esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esa hambre profunda que existe en el hombre. Jesús nos da ese alimento, es más: es él mismo el pan vivo que da vida al mundo (cf. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el que saciar nuestros cuerpos, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, ya que la sustancia de este amor es el Amor.
En la eucaristía se comunica el amor del Señor para con nosotros: un amor tan grande que nos alimenta consigo mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar sus fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre aquello que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hay muchas ofertas de alimento que no proceden del Señor y que, aparentemente, satisfacen más. Algunos se alimentan del dinero, otros del éxito y de la vanidad, otros del poder y del orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solo el que nos da el Señor! El alimento que el Señor nos ofrece es distinto de los demás, y tal vez no nos parezca tan sabroso como ciertas viandas que el mundo nos ofrece. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en aquellos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.
Hoy, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos sabrosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma?
El Padre nos dice: «Te alimenté de maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es nuestra tarea: recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe por ser fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús, realmente presente en la eucaristía. La hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos da a sí mismo. A él nos dirigimos con confianza: «Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundanal que nos esclaviza, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, para que no permanezca prisionera en una selectividad egoísta y mundana y para que   sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se convierte en “memorial” de tu gesto de amor redentor. Amén».




HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán --- Jueves 23 de junio de 2011

Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo, de la misa in Caena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Christi, este mismo misterio se presenta para la adoración y la meditación del pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento se lleva en procesión por las calles de la ciudad y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos. En la misa in Caena Domini del pasado Jueves Santo puse de relieve que en la Eucaristía tiene lugar la conversión de los dones de esta tierra —el pan y el vino—, con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar de esta forma la transformación del mundo. Esta tarde quiero retomar esta consideración.
Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su «oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo.
Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es bella y muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía. Lo escuchamos hace un momento, en la segunda lectura, de las palabras del apóstol san Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10, 16-17).
San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18). Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria. De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad. Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos. El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino de la verdadera justicia.
Volvamos ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo que sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del Calvario. Él acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta forma la transforma en un acto de donación. Esta es la transformación que necesita el mundo, porque lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos, según el designio de Dios.
Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche. «Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos». Amén.






















 

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